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3.3.1. La Gigantomaquia en la tradición artística

 

Aunque Hesíodo omite este episodio, la Gigantomaquia es uno de los mitos más copiosamente tratados en el arte antiguo, tanto en objetos cerámicos de uso cotidiano o ritual, como en los relieves escultóricos de los templos y otros edificios públicos. De hecho, se convierte en un prototipo simbólico de la lucha entre el Orden y el Caos, entre la Civilización y la Barbarie.

Así, a finales del siglo VI a. C. se esculpió en el friso norte del Tesoro de los Sifnios, en Delfos. Una de las escenas mejor conservadas muestra a Apolo y Ártemis atacando a un grupo de Gigantes, seguidos por una diosa (Rea-Cibeles o Tethys), sobre un carro tirado por leones y escoltada por Heracles (fig. 26); en otra, Atenea está rematando a un Gigante caído, quizá Alcioneo (fig. 27). Todos los personajes tienen forma humana e igual estatura; pero mientras los dioses se diferencian por su fisonomía y atributos, la imagen de los Gigantes es homogénea: van armados como los soldados de infantería (hoplitas) de la época.

El tema figuraba en los dos templos de Atenea erigidos en la Acrópolis. Del edificio arcaico (ca. 525 a. C.) se conservan fragmentos de dos figuras del frontón: la diosa y un Gigante abatido. En época de Pericles (447-432 a. C.) se construyó el actual Partenón, para conmemorar la victoria de los griegos contra los persas en las Guerras Médicas, en las que Atenas jugó un papel decisivo. La decoración escultórica se encargó Fidias, que en las metopas del lado este representó una Gigantomaquia, de la que nada queda en la actualidad; probablemente, seguía el tipo iconográfico más común en la época clásica, ilustrado por numerosas piezas cerámicas donde se resalta el primitivismo de los hijos de Gea: los dioses y Heracles portan sus atributos; los Gigantes, en cambio, van desnudos o semi cubiertos con pieles de animales salvajes, y luchan con ramas de árboles y piedras (figs. 28, 29, 30).

A principios del siglo IV a. C. se produce un importante cambio en el imaginario artístico y literario: los Gigantes se representan como monstruos, con torsos humanos y extremidades inferiores serpentiformes, como los describe el texto de Apolodoro. El ejemplo más relevante de este tipo iconográfico es el monumental zócalo del Gran Altar de Pérgamo (164-156 a. C.), erigido por Eumenes II tras derrotar a los bárbaros gálatas que habían atacado su reino. Los artífices del friso focalizaron la atención en el instante crucial de los combates, cuando los Gigantes vislumbran su aciago final, de ahí la mezcla de tensión, rencor, dolor y miedo que expresan sus figuras. La iconografía de los monstruos es variada: algunos tienen alas, como Porfirión el antagonista de Zeus (fig. 31) y Alcioneo, a quien Atenea sujeta por los cabellos, mientras Gea sale del suelo, intentando auxiliar a su hijo (fig. 32); los hay cornudos y con colas de serpiente bífidas, como los oponentes de las Moiras (fig. 33) y otro al que Hécate golpea con su antorcha (fig. 34).

En Roma se siguió explotando plásticamente el episodio para hacer visible el poderío del Imperio y del destino reservado a sus enemigos. Ovidio (Metamorfosis 1.151ss.) recoge una tradición diferente a la de Apolodoro, según la cual, los Gigantes no se enfrentaron a los dioses en batallas campales, sino que intentaron asaltar la morada de los dioses, en el Olimpo, apilando las otras dos grandes montañas de Tesalia, el Pelión y el Osa. Entonces, Zeus lanzó un rayo que quebró los tres montes, sepultando bajo ellos a los feroces hijos de la Tierra.

A partir del Renacimiento, las gigantomaquias, que desde la Antigüedad se confundían en las representaciones con las titanomaquias, son un tema frecuente en la decoración de las paredes y bóvedas de los palacios. Entre todas sobresale la “Sala de los Gigantes” del Palazzo  Te de Mantua, obra magistral de Giulio Romano (1532-1534), quien se inspiró en el texto de Ovidio. En la bóveda, coronan la escena el trono y el águila de Júpiter (fig. 35); en un plano  inferior Júpiter dispara su rayo llameante contra los Gigantes, rodeado por el ejército de los dioses (fig. 36). Los asaltantes, algunos sorprendidos en plena ascensión, van cayendo mientras el Olimpo se derrumba sobre ellos (figs. 37, 38, 39). La anatomía de estos Gigantes es ruda y colosal, pero absolutamente antropomorfa, como si el artista quisiera sustraerlos al tiempo del mito y acercarlos al suyo propio. De hecho, se considera que el propietario del Palacio, el primer duque de Mantua, deseaba exaltar la figura del emperador Carlos V y sus victorias militares contra los franceses en el norte de Italia.

En 1701, coincidiendo con el inicio de la Guerra de Sucesión al trono de España, se estrenó la ópera barroca “La guerra de los Gigantes”, con música de Sebastián Turón (Para saber más ver la Colaboración: "La mitología en el Barroco musical español").

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