Los historiadores de la religión griega han relacionado las serpientes que rodean la égida de Atenea, con sus orígenes prehelénicos como una diosa guardiana de la casa y protectora de los olivos, similar a la “Señora de las serpientes” minoica. En época micénica la “Señora (de) Atena” (Pótnia Athana) protege el palacio y a la realeza, y en los poemas homéricos es la diosa de la guerra y la consejera de reyes y jefes militares, lo que constituye un claro antecedente de su función como divinidad defensora de las ciudades (políada) en la Grecia antigua. En estos testimonios la diosa ya aparece vinculada con Atenas, la ciudad a la que dio nombre o de la que tomó el suyo propio.
En la Acrópolis hubo, al menos, dos templos de la diosa anteriores al actual Partenón, construido entre los años 447-432 a.C., durante el mandato de Pericles, por Calicrátides e Ictino, bajo la supervisión de Fidias. A este último se debe la decoración escultórica, que se ha conservado parcialmente. Se conoce por Pausanias (Descripción de Grecia, 1. 22, 4) que en el frontón oriental estaba el nacimiento de Atenea y en el occidental, la disputa de la diosa con su tío Poseidón por el patronazgo de la ciudad. El certamen tuvo lugar ante un jurado formado por sus ciudadanos: Poseidón hincó su tridente en las rocas de la Acrópolis, haciendo surgir un lago de agua salada, un prodigio inútil, ya que esa agua no servía ni para beber, ni para regar; en contrapartida, Atenea ofreció el olivo, el árbol de la civilización mediterránea. (fig. 90). San Agustín transmite una versión del episodio, según la cual el voto de las mujeres resultó decisivo para la victoria de la diosa, pero nefasto para sus propios derechos (La ciudad de Dios, 18.9).
Cécrope convocó a votación a todos los ciudadanos de uno y otro sexo (entonces había la costumbre en aquel pueblo de que también las mujeres tomaran parte en las consultas públicas). Y así, convocada la multitud, los hombres dieron el voto a Neptuno, y las mujeres a Minerva, y como había una mujer más, triunfó Minerva. Irritado entonces Neptuno, asoló las tierras de los atenienses con las alborotadas olas del mar (…) Para aplacar su cólera, dice el mismo Varrón que castigaron los atenienses a las mujeres con tres sanciones: que en que en adelante no tuvieran voto alguno, que ningún hijo llevara el nombre de la madre y que nadie pudiera llamarlas ateneas.