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6. La ficción construye un mundo

 

Si volvemos a la definición original del DRAE en su primera acepción, “una clase de obras literarias o cinematográficas, generalmente narrativas, que tratan de sucesos y personajes imaginarios”, observamos cómo en la ficción se genera una suerte de simulación a través de un artefacto de carácter lingüístico (en el caso de las ficciones literarias), o multisemiótico (esto es, que incluye la palabra, pero también la imagen, el movimiento, el sonido, la música, la propia actuación) que construye todo un mundo imaginario. Este mundo puede resultar muy realista si lo comparamos con el mundo realmente existente, es decir, puede parecerse mucho a él. Pero es un mundo otro. Esto se entiende especialmente bien si nos fijamos cómo en una narración ficticia, no solo los personajes (Madame Bovary, Lolita, don Quijote) carecen de existencia real; también lo que denominamos “elementos deícticos” del lenguaje, esto es, aquellos que hacen referencia a la ubicación espacio temporal (aquí, allí, éste, ese, aquél, ahora, luego, mañana), y los propios pronombres personales (yo, tú, él), carecen igualmente de referente real con el que relacionarse (Culler, 2000: 43).

Por ejemplo, cuando en una narración ficticia un personaje queda con otro “para mañana”, dicha referencia carece de una relación real con el mañana del lector que está leyendo dicha ficción. Incluso en el caso de novelas realistas que se refieren explícitamente a lugares o tiempos vinculados con la realidad, una ciudad o una fecha reales, como sucede con las ficciones realistas o de carácter histórico, el lector sabe que esa ciudad o momento del pasado, se relaciona pero no tiene una correspondencia exacta con la realidad presente y pasada. Es una especie de simulación.

Umberto Eco, que además de haber escrito importantes reflexiones teóricas sobre la ficción, es autor de varias novelas de éxito, cuenta una anécdota muy ilustrativa al respecto (1996: 86):

En su novela El péndulo de Foucault, Umberto Eco hizo que uno de sus personajes realizara un trayecto muy definido por una serie de calles de París que existen en la realidad, y además en una fecha muy concreta, en la noche del 23 y 24 de junio de 1984. El propio Eco explica: “debo decir que, para escribir aquel capítulo, durante varias noches había realizado el mismo recorrido, con una grabadora en la mano, para anotar lo que veía y mis impresiones”. Pues bien, después de haber publicado la novela, recibió la carta de un lector que le escribía para preguntarle por qué su personaje no mencionaba el incendio. Umberto Eco no sabía a lo que se refería. Resulta que justo esa noche, en una de las calles que recorría el personaje de la novela se había producido un importante incendio que incluso había recogido la prensa, y el personaje por tanto habría debido de verlo. Umberto Eco nos cuenta la respuesta que le dio al lector: 

Para divertirme, le contesté que probablemente Casaubon [el personaje] había visto el incendio, pero que, si no lo había mencionado, acaso tenía alguna misteriosa razón, lo que me parecía natural en una historia tan densa de misterios verdaderos y falsos. Sospecho que ese lector sigue intentando descubrir todavía por qué Casaubon calló sobre el incendio, y si no habrá por medio otro complot de los Templarios [la novela trata en parte sobre una supuesta conspiración templaria para dominar el mundo].

La anécdota no resulta tan extravagante como podría parecer. A veces la impresión de realidad de la ficción es tan poderosa que acaba por inmiscuirse en la realidad. Por ejemplo, se cuenta que, cuando en la novela La vuelta al Mundo en ochenta días de Jules Verne, publicada en prensa por entregas, estaba a punto de aparecer el capítulo en el que Phileas Fogg regresaba a Londres desde EE.UU., alguna gente fue al puerto a recibirlo, a sabiendas de que, obviamente, no aparecería. Otro caso curioso es el de la dirección en la que Arthur Conan Doyle hizo residir a su célebre personaje Sherlock Holmes, el 221B de Baker Street, en Londres. Pues bien, mucha gente llegó a escribir cartas a esa dirección para contratar los servicios del detective, e intuimos que no todas formarían parte de la broma o el juego de la ficción.

En la ficción, no solo los personajes, los lugares e incluso elementos deícticos del lenguaje carecen de referente. También el propio narrador, esto es, quien cuenta la historia, es una entidad de ficción separada del autor. El primer personaje que crea un autor de ficción es el narrador. Esto es especialmente claro cuando el narrador es un personaje más de la historia. Pero esto sucede incluso cuando nos encontramos ante el característico narrador omnisciente. El narrador omnisciente es un narrador en tercera persona que parece estar en todas partes y saberlo todo sobre los personajes, y que nos va contando la historia de modo impersonal, de forma que tendemos a identificarlo con el autor. Pues bien, este es también en realidad una entidad ficticia que ha creado el autor para contar su historia. 

Por ejemplo: cuando Jim Hawkins, el protagonista de La isla del tesoro, nos cuenta su relato, no nos cabe duda de su carácter ficcional en relación con el autor de la novela, Robert Louis Stevenson, porque es obvio que son diferentes. Pero, del mismo modo, el narrador invisible que nos dice al principio de Anna Karenina que “todas las familias felices se parecen pero que las infelices lo es cada una a su modo”, y que “reinaba la confusión en casa de los Oblonsky”, este no es Tolstoi. Es una entidad concreta que en esa historia concreta tiene una voz y una mirada propias, y que cuenta la historia de una manera que no es exactamente igual a la del narrador de Guerra y paz, novela para la que Tolstoi crea un narrador omnisciente con otras características específicas.

Pero es que incluso el receptor de la historia es también una ficción que cabe diferenciar del lector o emisor de la obra. De nuevo, esto es evidente cuando el narrador de una ficción le está contando una historia a unos receptores ficticios. Por ejemplo, en Otra vuelta de tuerca, de Henry James, donde hay un grupo de personajes contando una historia de fantasmas. Entonces, uno de ellos, el narrador, que además nos ha explicado esta situación, cuenta su propia historia al resto de interlocutores. Es así como nosotros, los lectores, nos convertimos a su vez en receptores indirectos y nos enteramos de la historia. No obstante, como en el caso anterior, una novela que sencillamente está contando un relato y su receptor no aparece mencionado de forma explícita, no está dirigida directamente a nosotros y a nuestras circunstancias particulares. Está dirigida de algún modo a una especie de lector ideal que tiene por tanto un componente igualmente ficticio. 

Todo esto es lo que hace que lo que la ficción contiene de hecho de “mentira”, quede desactivado. Incluso aunque las referencias que se indiquen en una ficción se vinculen con la realidad, y se hable de lugares, tiempos e incluso personas reales, como hemos visto, se construyen sobre una base en la que la responsabilidad en relación con lo real se diluye. Se trata de un mundo otro, contado por narrador inventado, dirigido a un público inventado y con unas referencias espacio temporales y personales que son igualmente una invención. Es a lo que nos hemos referido más arriba como pacto ficcional. Uno finge hacer una afirmación verdadera y nosotros fingimos creerla. De nuevo el modelo es el del juego imitativo de los niños que, dentro de una caja de cartón, fingen estar en un castillo. Desde este punto de vista, podríamos decir que la locura de Don Quijote radica en que no ha comprendido el pacto ficcional, y pretende que lo que cuentan los libros de caballerías hace referencia a un tiempo, un espacio y unas persona reales, y entonces decide obrar en consecuencia. 

En una obra cinematográfica el pacto ficcional es todavía más evidente, porque tenemos la constancia empírica de que lo que estamos viendo es un fingimiento, que los personajes son actores y que las acciones son simuladas, que hay trucos y efectos especiales.

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