A diferencia del teatro, los eventos de rol no suelen contar con público externo, lo que permite a los jugadores centrarse en su experiencia en primera persona, sin el peligro de llegar a cohibirse ante la observación de aquellos que no participan en el juego.
Además, la ausencia de público también facilita la inmersión en el entorno de la historia. Por ejemplo, lo ideal es que no haya elementos tecnológicos durante una partida de ambientación medieval, y esto es mucho más sencillo de conseguir si todos los presentes están comprometidos a participar activamente en el juego.
En este entorno, la libertad concedida a los jugadores permite el surgimiento de una gran narrativa emergente –que emerge–, generada a través de la improvisación de las interacciones entre los participantes. De hecho, las posibilidades narrativas son mucho más amplias que en los videojuegos, ya que los juegos analógicos están basados en la imaginación humana, lo que les permite superar cualquier limitación tecnológica.
Gracias a su naturaleza colectiva y participativa, los juegos de rol nos permiten explorar de forma inmersiva nuestros mundos ficcionales favoritos, en los que además podremos contribuir generando nuevos contenidos narrativos. Por lo tanto, podemos entender el resultado de estas partidas como una forma de contenido fan, un contenido generado por los usuarios que no deja de ser una manifestación de ese crowdsourcing cultural.
Además, estos relatos también pueden extenderse más allá del juego en sí, generando una variedad de obras derivadas como ilustraciones, novelas o diarios de juego, que enriquecen aún más el tejido narrativo del mundo original.
En conclusión, los juegos de rol abren un espacio creativo único donde los jugadores no solo consumen contenido, sino que también pueden convertirse en creadores, ampliando estos universos con sus propias historias. Así, sus participantes pueden convertirse en prosumidores (Toffler y Toffler, 2006, p. 221).