Introducción: Comunicarse como animales
Hace aproximadamente unos 4,000 millones de años, en algún lugar de esa “sopa primigenia” que eran los cálidos océanos de una Tierra en su más tierna infancia, apareció la vida. Esto, dicho así, en un par de líneas, de sopetón, sin la grandilocuencia que merece el momento que permitió que yo me encuentre escribiendo este texto y que usted pueda leerlo algo más adelante, parece eso, poca cosa. Más un momento trivial que esa improbabilidad cósmica que realmente fue, un momento tan imposible que no es raro que muchos buscasen manos divinas en lo que fue obra de un azar apabullante y bien orquestado. Un azar que, sumado a la ausencia de prisa, a la posibilidad de contar con todo el tiempo del mundo, permitió obrar “el milagro”. Sin embargo, la maravilla más sublime no fue la aparición de aquel material genético, un ARN sencillo con la capacidad de replicarse, de reproducirse en una especie de torpe sexo sin amor ni preliminares. Lo más impresionante no fue la aparición de organismos individuales, bacterias simples con un Planeta, el nuestro, por explorar y con la voluntad (tanta como puede tener un ser de estas ) de recorrerlo en toda su inmensidad. Lo que realmente determinó que hoy estemos aquí no fue la mera aparición de la vida en este rincón de la Vía Láctea, en un discreto Sistema Solar con sólo dos planetas en la conocida como “franja de habitabilidad”, la Tierra y Marte, la clave fue cuando esa vida comenzó a comunicarse entre ella, a interactuar, a pasarse información. Ese fue el comienzo de todo realmente. Cuando la vida se dio cuenta de que sumar es ganar, de que la información es poder. Ahí quedó escrito eso de que “somos, porque nos comunicamos”.
Claro, sólo a través de la comunicación, de esa función de relación incipiente y primitiva, esas células microscópicas que habitaban océanos superlativos, pudieron saber de la existencia de otras, de interactuar, de especializarse en funciones, de agruparse para formar películas que la corriente no se llevara, de unirse para aprovechar mejor los recursos… De esta manera, lo micro se hizo macro, miles de millones de liliputienses empezaron a formar maravillosos Gullivers de células que interactúan, formando tejidos que, a su vez, dieron lugar a órganos que se conectan para forjar sistemas y aparatos tan bien comunicados, tan elegantemente entrelazados que acabaron siendo individuos pensantes y sintientes capaces del más difícil todavía. Y es que, si la célula no recibe la información “ausencia de glucosa” y la interpreta para enviar el mensaje “buscar alimento” que pone al individuo en marcha y a sus órganos de los sentidos en versión “súperguerrero”, nuestra historia evolutiva hubiese durado una tarde. Sin embargo, nos comunicamos, ya entonces, y eso supuso el éxito, el triunfo, la explosión de una vida que seis Grandes Extinciones después sigue en pie, contra todo pronóstico, a pesar de nosotros mismos.
Unos miles de millones de años después de aquella aparición estelar de la vida en nuestro planeta, hace “nada” en tiempo geológico, apenas 7 millones de años, un cambio climático trajo calor y sequía transformando buena parte de las húmedas y densas selvas que cubrían África en vastas sabanas, formadas por árboles dispersos y grandes herbazales entre los que se ocultaban depredadores absolutamente invisibles hasta un instante antes de que fuera demasiado tarde. Ese cambio se encargaría de forjar a los de nuestra especie. Durante millones de años, nuestros tatarabuelos (ancestros también de los actuales chimpancés y bonobos) habían hecho de las copas de los árboles su reino, su lugar seguro, el lugar desde el que burlarse del leopardo, donde encontrar fruta madura y donde dormir sin sobresaltos. Unos brazos largos permitían pasar de rama en rama sin tocar apenas el suelo. Pero claro, aquel cambio climático vino a desbaratar toda aquella maravilla evolutiva. En la recién formada sabana, con árboles separados decenas de metros, ni los brazos más largos y vigorosos eran capaces de pasar de un tronco al siguiente. Tocaba bajar al suelo, con el peligro que eso suponía. Una exposición que costó la vida a la mayoría. Allí, su aspecto encorvado, fantástico para desplazarse por las copas, se convirtió en un hándicap, al dificultar poder mirar por encima de los herbazales para detectar le peligro acechante. Sólo aquellos con más capacidad para erguirse pudieron adelantarse al salto mortal que los convertiría en buffet libre para un grupo de leones. Ellos pervivieron y ellos se reprodujeron dando lugar a nuevas generaciones con una mayor prevalencia de ejemplares erguidos, que sobrevivían mejor en el suelo, que iban liberando sus manos para caminar y comenzaban a emplear en manipular. Allí, en nuestro nuevo universo, lejos de las copas de sus ancestros, sin ser seres especialmente fuertes, ni los más rápidos, ni contar con defensas poderosísimas… sólo el intelecto y la comunicación podían salvarnos. Sólo si nos avisaban del peligro, si éramos capaces de trazar un plan para encontrar alimento, si podíamos reducir una escalada de agresividad de un compañero comunicándonos con él… sólo así podríamos sobrevivir en un entorno duro e inhóspito. No teníamos opción B.
Y así lo hicimos. La comunicación nos salvó. Nos permitió crear equipos, tejer alianzas, elaborar planes, huir de animales mucho más poderosos que nosotros, desarrollar un lenguaje complejísimo, detectar posibles amenazas por parte de los de nuestra especie. La evolución de nuestra especie no se entiende sin la comunicación, somos “monos que se comunican” y, a decir verdad, lo hacemos maravillosamente bien y todo el tiempo.
La comunicación nos salvó (casi) de nuestros genes egoístas, al permitir entender la importancia del win-win en las especies sociales como la nuestra, la comunicación nos hizo humanos, es algo inherente a nosotros mismos, indisociable. Y a lo largo de estas líneas aprenderemos a utilizarla para lo que llevamos usándola desde hace millones de noches: persuadir a otros de nuestra especie.