La mitología griega expresa una peculiar cosmovisión religiosa, la de un politeísmo de carácter antropomorfo; por politeísmo se entiende la creencia en una multiplicidad de dioses, que reciben culto en un mismo tiempo y lugar, y son objeto de veneración por una misma comunidad o nación.
En efecto, para empezar, sus protagonistas de estos relatos, los dioses y numerosos héroes, eran los destinatarios del culto; y, además, muchos de ellos tienen como función, fundamental o secundaria, explicar la etiología, es decir, el origen y las características de determinados rituales: por ejemplo, la fundación del sacrificio por Prometeo (Unidad 2.2) y de los Misterios de Eleusis por la diosa Deméter (Unidad 3.2).
A pesar de ello, la mitología griega no fue el equivalente al “Libro” o las “Sagradas Escrituras” de otras religiones antiguas y modernas, puesto que nunca se consideró una “teología” en sentido estricto, ni un saber revelado; de ahí que pudieran atribuirse a los dioses distintas genealogías - así ocurre con Afrodita, Hefesto o Dioniso (Unidad 3.2; 3.3)- y que, siendo la inmortalidad consustancial con la naturaleza divina, existiesen una tumba de Zeus en Creta y otra de Dioniso en Delfos. Estas incongruencias se explican por la coexistencia de tradiciones locales, por desacuerdos entre distintas corrientes religiosas y por los sincretismos de los dioses helenos con los de Creta, Anatolia, Egipto y otras civilizaciones, asiáticas y mediterráneas, con las que Grecia mantuvo contactos a lo largo del tiempo.
Por otra parte, el carácter antidogmático del politeísmo griego permitía no solo las críticas filosóficas a la religiosidad tradicional, sino también, por ejemplo, que el comediógrafo Aristófanes (V a.C.) pusiera en escena a los dioses y a los héroes en situaciones ridículas para provocar la hilaridad del público, o que Luciano de Samósata (II d.C.) describiera el primer encuentro del dios Hermes y uno de sus hijos, el medio caprino Pan (Unidad 3.2), en estos términos (Diálogos de los dioses, 2.1)
Parodias aparte, los mitos traslucen una interpretación religiosa del mundo natural y de la sociedad. Los antiguos griegos no atribuían a sus dioses la creación del Universo, puesto que, de acuerdo con los mitos cosmogónicos, éste se había formado de manera más o menos espontánea (Unidad 2.1); pero creían que Zeus, por ejemplo, conocía el Orden del Mundo, es decir, el Destino y que tanto él como otras divinidades, en particular Apolo, el profeta por excelencia, estaban dispuestos a revelar a los hombres lo que les deparaba el porvenir (Unidad 3.3). Esta noción religiosa explica la recurrencia en los mitos de oráculos que predicen la suerte reservada a los héroes y, en ocasiones, hasta a los propios dioses.
El Orden social, por su parte, se basaba en un conjunto de normas que, pese a no estar dictadas por la divinidad, se ponían bajo su protección. Sus preceptos básicos, expresados por la noción de “piedad” (eusébeia), eran el respeto a los dioses, a la familia y a las leyes de las ciudades, así como el comportamiento moderado; lo contrario, la “impiedad” (asébeia) y los actos de soberbia y desmesura (hýbris) provocaban la cólera divina y conllevaban un castigo que afectaba tanto al individuo como a su estirpe y a la comunidad entera. Tal es la moraleja implícita en numerosos relatos protagonizados por jóvenes imprudentes, como Faetón (Unidad 1.2. Actividad 1) o soberbios, como Narciso (Unidad 1.2. Actividad 2), y sobre personajes que ofenden a los dioses, por ejemplo, Acteón al espiar el baño de Ártemis, Marsias, atreviéndose a competir con Apolo, o Penteo, que se opone a Dioniso (Unidad 3.2; 3.3).
El Panteón, es decir, el conjunto de todos los dioses y diosas, era una sociedad jerarquizada presidida por Zeus. No obstante, ninguno de sus miembros era considerado más importante que los demás, así que todos y cada uno tenían que ser venerados y recibir el culto debido. Esto explica por qué, según los mitos, cuando Eneo, rey de Calidón, se olvidó de las ofrendas las primicias de la cosecha a Ártemis, ella enviase un jabalí para que destrozara sus campos (Unidad 4.1). Por otra parte, preferir a un dios por encima de todos (“enoteísmo”) se consideraba un signo de impiedad, equiparable a negar su existencia (“ateísmo”).
Aunque en la mitología los dioses aparezcan constantemente involucrados en los asuntos humanos, esta familiaridad estaba restringida a la remota Edad heroica y al tiempo sagrado del sacrificio y de la experiencia mística, cuando los participantes en el culto invocaban su presencia. Por otra parte, si bien en los relatos míticos las distintas divinidades actúan como personajes, en el ámbito de la religión no eran considerados “personas”, en el sentido moderno de esta palabra, sino como potencias con atribuciones sobre los fenómenos naturales, la sociedad y la esfera psíquica, poderes que expresan los epítetos utilizados para identificarlos en las plegarias religiosas. Así, a Zeus se le llamaba “el de lo alto” (hýpsistos) y “el del rayo” (keraunós), “protector de la casa” y “de la ciudad” (herkeíos, polieús), “padre” (patér) de dioses y hombres” y “salvador” (sotér). A este tipo de dioses especializados se dirigían los fieles, pidiendo, por ejemplo, a Afrodita “que provoque la pasión”, a Hefesto “virtud y prosperidad”, a Poseidón “proteger la navegación” y a Dioniso “estar y seguir alegres en cada estación del año, y por muchos años” (Himnos homéricos, 6; 20; 23; 26).
PAN. — ¡Salud, padre Hermes! HERMES. — Salud a ti también. Pero ¿cómo es que soy yo tu padre? PAN. — ¿Es que no eres tú Hermes Cilenio? HERMES. — Por supuesto que sí. Mas ¿cómo eres tú hijo mío? PAN. — Soy hijo espurio, bastardo, fruto de tu ímpetu amoroso. HERMES. — Sí, por Zeus; tal vez de un cabrón que cometió adulterio con una cabra; porque ¿cómo hijo mío, con semejantes cuernos, semejante nariz, semejante barba poblada, patas bisulcas de macho cabrío y con rabo asomando por el culo?