Además de todos los obstáculos que hemos abordado anteriormente (en el emisor, el canal y el receptor) la divulgación hoy en día también debe combatir otro enemigo: la extensión de la desinformación. Un hoax o bulo es una falsedad articulada de manera deliberada para que sea percibida como verdad. El anglicismo se popularizó en español al referirse a engaños masivos por medios electrónicos, especialmente Internet. También comparte significado con otro popular anglicismo: fake. A diferencia del fraude, el cual tiene normalmente una o varias víctimas específicas y es cometido con propósitos delictivos y de lucro ilícito, un hoax tiene como objetivo el ser divulgado de manera masiva, para ello haciendo uso de la prensa oral y escrita, así como de otros medios de comunicación, siendo Internet el más popular de ellos en la actualidad.

El fenómeno de la desinformación ha alcanzado tal envergadura que la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo ha descrito como una “infodemia masiva”. Los datos son estremecedores: según la consultora Gartner, en 2022 el público del mundo occidental ya consume más noticias falsas que verdaderas; la Asociación de Internautas manifiesta que el 70 por ciento de los españoles no sabe distinguir entre una noticia verdadera y un bulo y la revista Science ha publicado que la información falsa se extiende hasta seis veces más rápido que la de verdad. ¿Preocupante, no es así?
La ciencia y la salud son, además, muy susceptibles a los bulos. Se calcula que más de un tercio de los bulos que se lanzan pertenecen a estas temáticas. ¿Qué tipo son los más difundidos? A este respecto, el catedrático de Microbiología de la Universidad de Navarra, Ignacio López-Goñi, afirma en un artículo en ‘The Conversation” que “Aunque hay bulos sin ninguna base científica, la mayoría están relacionados con investigaciones que todavía están en su estado inicial, son estudios preliminares, se deben a malas interpretaciones, lecturas sacadas de contextos… Ello es debido en parte a la necesidad de compartir resultados científicos en tiempo real, lo que se ha llamado la ciencia apresurada, exprés o a alta velocidad. La ciencia, por el contrario, necesita reposo, tiempo, repetir experimentos, que otros confirmen los mismos resultados, que unos científicos evalúen a otros (pares).
Para combatir esta desinformación, concretamente en el ámbito de la salud -uno de los más afectados por estas prácticas- en febrero de 2018 nació Salud Sin Bulos, una iniciativa de la agencia de comunicación COM SALUD en colaboración con la Asociación de Investigadores en eSalud (AIES) que tiene como objetivo combatir los bulos de salud en internet y las redes sociales y contribuir a que exista información veraz y fiable en la red. Una nutrida red de cazabulos -profesionales sanitarios de diferentes ámbitos de la salud -- se encarga de identificar y desmontar noticias falsas en internet. En su web podemos encontrar el apartado de Alertas donde desmienten algunos de estos bulos. También lo hacen a través de las redes sociales y diferentes actividades.
Asimismo, para desinformación más generalizada también se creó la Oficina de Seguridad del Internauta (OSI), del Gobierno de España. Y recientemente también se ha creado por parte del Ministerio de Ciencia e Innovación y el Ministerio de Sanidad la web CoNprueba (www.conprueba.es) cuyo objetivo es llevar a cabo acciones frente a las pseudociencias y las pseudoterapias.

Portada de la web www.conmprueba.es del Gobierno de España
Pero, ante todo, es el desarrollo de la capacidad crítica y la aplicación de unas sencillas herramientas las que permitirán desactivar o esquivar la desinformación en salud:
- Analizar la fuente: buscar la fuente de la información y compararla con otras alternativas sobre el mismo tema o noticia. Hay que desconfiar de la información si es anónima, si carece de referencias externas o no las identifica de forma concreta y expresa.
- Analizar el estilo y el contenido: desconfiar de titulares sensacionalistas o alarmistas, pero también de imágenes o vídeos fuera de contexto.
- Analizar la argumentación: desconfiar de informaciones con argumentación inexistente, débil, incompleta o contradictoria, y si hay evidencias falsas o errores.
- Analizar los sesgos ideológicos: tener en cuenta que la información pueda tener sesgos a favor o en contra de determinados planteamientos políticos, económicos o sociales.
- Analizar cómo se ha hecho la difusión: la distribución automatizada de información a veces también se emplea para difundir desinformación, por lo que se debería desconfiar de difusiones sospechosas.
Y, ante todo, buena divulgación. Elena Saiz afirma que la divulgación tiene “el efecto de contrarrestar contenidos anti científicos”. “Los divulgadores contribuimos a una visión crítica de estos contenidos, proporcionando argumentos en contra, denunciando y desmontando mitos. También nos gustaría pensar que educamos el pensamiento crítico de los lectores, proporcionando herramientas que les permitan formar su propia opinión”, enfatiza.