La necesidad de producción de alimentos debe asegurarse en un mundo con una población en continuo crecimiento. En este sentido, la superficie de suelo utilizada por actividades agropecuarias supone un porcentaje muy elevado en la mayoría de los países del mundo; en concreto, en España, de los 50,6 millones de hectáreas que tiene su territorio, casi la mitad (49%, que equivale a 24,8 millones de hectáreas) está ocupada por actividades agrarias.
Las herramientas que ha utilizado tradicionalmente el ser humano para “domesticar” a los suelos han sido básicamente: la eliminación de la vegetación natural (para generar una superficie libre de competencias para el cultivo), el arado (para acelerar e incrementar la producción), y el fuego (tanto para eliminar restos de cosechas, como para generar pastos para el ganado). Estas tres herramientas han sido responsables del elevado grado de degradación de nuestros suelos y han provocado la pérdida de fertilidad de los mismos, la aceleración de los procesos de erosión y la degradación de las propiedades físicas, químicas y biológicas. En concreto, el arado es responsable del empobrecimiento en el contenido en materia orgánica de los suelos, ya que la remoción del horizonte superficial incrementa enormemente los procesos de oxidación, promoviendo la actividad biológica del suelo y acelerando la mineralización de la materia orgánica.
En condiciones naturales, el suelo alcanza un equilibrio dinámico en lo que se refiere a su contenido en carbono orgánico. Los suelos con vegetación natural tienen un contenido estable de carbono orgánico en su horizonte superficial, resultado del equilibrio entre los aportes de materia orgánica procedentes de la vegetación y la mineralización de la misma debida a la actividad biológica; es decir, los aportes de carbono orgánico se equiparan a las pérdidas a lo largo del año, y se mantiene así mientras las condiciones naturales se mantengan estables. Cuando el ser humano modifica el suelo para cultivarlo, se reducen enormemente el aporte de materia orgánica y se aceleran los procesos de mineralización, por lo que el balance neto anual es negativo, los suelos se empobrecen rápidamente en carbono orgánico, y se incrementan las cantidades de CO2 que se emiten a la atmósfera procedentes de la mineralización de la materia orgánica. En este sentido, la agricultura emite unos 5000 millones de toneladas de CO2 equivalente al año, lo que supone alrededor del 20% de las emisiones de gases de efecto invernadero del mundo [1]. La conversión de bosques y pastizales en tierras de cultivo y pastoreo ha generado pérdidas históricas de carbono en suelos de todo el mundo. Actividades como el cambio en el uso de los suelos y el drenaje de los suelos orgánicos para poner tierras de cultivo son responsables de alrededor del 10% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero.
En este sentido, el manejo y uso del suelo se considera un factor clave en la degradación de los ecosistemas, al tiempo que el empeoramiento de las propiedades del suelo tiene una gran influencia sobre el calentamiento global. En la actualidad, se considera que aproximadamente la cuarta parte de los suelos agrícolas del planeta están gravemente degradados, por lo que la recuperación de los mismos puede verse como una oportunidad para revertir los procesos que han ocasionado esta degradación y favorecer la lucha contra el calentamiento global.