La mántica (del griego mantiké) o adivinación fue una de las manifestaciones religiosas más influyentes en la civilización greco-romana. Los testimonios antiguos, tanto escritos como figurativos, demuestran que en las más variadas ocasiones y, sobre todo, antes de tomar una decisión de importancia, tanto los ciudadanos particulares como los estadistas y los militares recababan el parecer de la divinidad mediante este procedimiento.
Cicerón escribió un tratado sobre el tema (De Divinatione/ Sobre la adivinación), donde distingue entre la mántica inductiva o artificial y la mántica intuitiva, natural o inspirada: la primera, era un técnica o arte ejercida en Grecia por los adivinos (mántis) y en Roma por los augures, que formaban un colegio sacerdotal; la segunda, era considerada producto de la posesión (en griego enthousiasmós, de donde, “entusiasmo”), por parte de los dioses, en particular, Apolo, y correspondía a los profetas y profetisas, como la Pitia délfica (Unidad 3.3.).
Imagen: Apolo y el cuervo, copa de figuras rojas con fondo blanco (ca. 480 a.C.), Archaiologikó Mouseío, Delfos
La mántica inductiva consistía en la observación de una serie de fenómenos considerados como signos de la voluntad divina. Éstos podían ser prodigios (térata) o simples hechos naturales (sémata), pero, en ambos casos, su desciframiento correspondía a los intérpretes cualificados que ejercían este oficio.

Imagen: Hígado de bronce usado por los arúspices etruscos (s. II a. C.), Museo Civico, Piacenza
Tanto en Grecia como en Roma la forma más difundida y popular de la mántica inductiva fue la ornitomancia, es decir, la predicción del porvenir mediante la observación del vuelo de las aves (órnis, en griego). En efecto, se pensaba que como habitaban en el cielo, estaban más cerca de los dioses y conocían su voluntad. Para interpretar estos pronósticos había que tener en cuenta varios aspectos: por un lado, la especie del ave (por ejemplo, la corneja se consideraba especialmente funesta y el águila, consagrada a Zeus, como portadora de presagios fidedignos); por otro lado, la orientación y altura del vuelo (mal agüero por la izquierda y favorable por la derecha; positivo, el elevado y funesto, el bajo).
Imagen: Jinete rodeado de pájaros de buen agüero, copa laconia de figuras negras (550-530 a. C.), British Museum, Londres
En los mitos sobre la Guerra de Troya, por ejemplo, Calcante de Micenas, el adivino del bando griego, predecirá los acontecimientos futuros mediante la ornitomancia. En el campo troyano se sirve de este mismo procedimiento Laocoonte, el sacerdote de Apolo, que ofendió al dios manteniendo relaciones con su esposa dentro del santuario y, luego, se opuso a que entrara en Troya el famoso caballo de madera: como castigo, él y sus hijos perecerán estrangulados por dos serpientes marinas (Unidad 4.3).

Imagen: D. Theotokópoulos “el Greco”, “Laocoonte y sus hijos” (1610-1614), National Gallery, Washington D.C.
Tenían especial importancia los augurios relacionados con las ceremonias de culto y, concretamente, con los sacrificios, donde se practicaba la hieroscopia (del griego hierós, “sagrado” y skopía, “observación”): se examinaban no sólo las entrañas de las víctimas (en particular el hígado), sino también su comportamiento durante la conducción hasta el altar y en el momento de ser inmoladas; incluso, era considerado premonitorio el crepitar del fuego cuando se vertían las ofrendas de granos y las libaciones, así como el humo de la cremación de las carnes y despojos.
Imagen: Tablilla pintada con una escena de sacrificio (ca. 515 a. C.), Ethnikó Archaiologikó Mouseío, Atenas
Otro procedimiento adivinatorio era la cledomancia (de kledón, “rumor”), que interpretaba como presagios todo tipo de sonidos naturales o humanos, incluidos los producidos por las aves y otros animales. Así, en el santuario de Zeus en Dodona (noroeste de Grecia), primeramente sacerdotes y más tarde sacerdotisas predecían el porvenir según el ruido del viento al agitar el roble sagrado del dios, y el entrechocar de los calderos de bronce allí colgados.
Imagen: Tablilla de bronce con una respuesta oracular, de Dodona (s. VI a.C.), Archaiologikó Mouseío, Ioannina
La cledomancia otorgaba un valor especial al lenguaje humano, a partir de la creencia, común a distintas culturas, de la relación intrínseca entre las palabras y las cosas. El poder mágico atribuido al lenguaje explica que ciertas palabras tuvieran carácter funesto o beneficioso. Por ello, los participantes en los ritos tenían que evitar las palabras de mal agüero (blasphemeín, de donde “blasfemar”) y, por el contrario, pronunciar las propicias (euphemeín, de donde “eufemismo”).
Estos tabúes lingüísticos eran muy antiguos y, probablemente, ya estaban en el indoeuropeo, la lengua madre común al griego y al latín. En griego, por ejemplo, se utilizaban perífrasis para el pulpo (ánostos, “el sin hueso”) y el caracol (pheroikós, “el que lleva su casa”). También estaban proscritos algunos nombres de dioses: el caso más famoso, el del soberano infernal, cuyo nombre verdadero nunca se pronunciaba, sino que era sustituido por Hades, “Invisible”, o la perífrasis “el que a muchos acoge”, y, en contextos rituales, por Pluton, “Rico” (Unidad 3.1); tampoco se decía el nombre de la hija que tuvo Deméter con su hermano Poseidón, cuando tomó la forma de caballo (Unidad 3.1).
Los ruidos y movimientos corporales involuntarios, como los estornudos y las convulsiones de los epilépticos, se consideraban premonitorios; e igualmente, los causados por fenómenos atmosféricos (metéora), que se atribuían a Zeus-Júpiter, el dios regente de esta esfera.
Otras formas de adivinación inductiva eran la catoptromancia (de kátoptron, espejo), que utilizaba los reflejos en el agua, los espejos u otras superficies brillantes, y la cleromancia, basada en los juegos de azar y, específicamente, en el lanzamiento de guijarros, huesos, palos, habas y otros objetos.

Imagen: Exequias, “Aquiles y Áyax jugando a los dados”, ánfora ática de figuras negras (550-530 a.C.), Musei Vaticani, Ciudad del Vaticano
A finales de la época clásica se introdujo en Grecia la astrología de los sacerdotes asirios-caldeos, que gozó de gran popularidad durante los periodos helenístico y romano. Esta forma de futurología iba asociada a la identificación, en la religión y la mitología, de los dioses con planetas y se basaba en la observación de los doce signos zodiacales y los siete astros entonces conocidos (Saturno, Júpiter, Marte, Venus, Mercurio, Sol y Luna).
Imagen: Relieve zodiacal con Fanes-Eros mitráico (s. II d. C.), Museo Civico, Módena
A un tipo mixto entre la mántica inductiva y la inspirada pertenece la oniromancia (de óneirós, “sueño”), sustentada en la creencia del valor profético de los sueños. Este estado fisiológico, que la mitología personificaba en Hipno, hijo de la Noche y hermano de Tánato, la Muerte (Unidad 2.1), en la religiosidad popular se achacaba a la actuación de daímones o genios nocturnos, por lo general, malvados. Prueba del interés por este asunto son el tratado aristotélico Acerca de la interpretación de los sueños y la demonología de los pitagóricos y los neoplatónicos, que realizaban ejercicios ascéticos para protegerse de los sueños demoníacos, dejando paso libre a los verídicos, enviados por los dioses.
La oniromancia se practicaba en los santuarios oraculares de dos héroes legendarios, Trofonio y Anfiarao, enclavados entre Beocia y el Ática. La oniromancia de Anfiarao tenía una finalidad terapéutica, parecida a la ejercida en el santuario de Asclepio, dios de la medicina, situado en Epidauro (Peloponeso). En ambos lugares, los pacientes, después de realizar una serie de ritos de purificación, se acostaban en un recinto apartado y santo (el ábaton). Allí pasaba la noche esperando recibir durante el sueño, bien una curación instantánea y milagrosa, bien indicaciones sobre el tratamiento adecuado para sus males. Quienes lo lograban, ofrecían al dios un exvoto representando la parte o el órgano del cuerpo que había sanado.
Imagen: Estela votiva del santuario de Anfiarao en Oropos (s. IV a.C.), Ethnikó Archaiologikó Mouseío, Atenas
En Epidauro se han conservado numerosas estelas con inscripciones donde se relatan estas curaciones milagrosas, las cuales, seguramente, fueron encargadas por los sacerdotes del santuario para hacer propaganda del mismo.
Imagen: Ex-voto dedicado por Tique a Asclepio e Higía, (s. II a.C.), Archaiologikó Mouseío, Melos.
Los métodos de la mántica inductiva conllevaban, evidentemente, un gran margen de error. Ya en la Ilíada de Homero algunos personajes manifiestan su escepticismo respecto a la fiabilidad de los adivinos. Más tarde, el cómico Aristófanes los acusará de duplicidad, pues acomodaban sus vaticinios a los intereses políticos de turno, buscando su propio beneficio. Los sofistas criticaron especialmente estas prácticas, que consideraban una forma de superstición, porque, mediante augurios favorables o funestos, se manipulaban las decisiones del Estado y la vida de los ciudadanos. En cambio, los estoicos rehabilitaron el arte adivinatorio, al considerarlo un don de la Divina Providencia que así revelaba a los hombres sus designios.
En la Antigüedad clásica la creencia en que el Destino era fijo e inmutable, coexistió con otra según la cual el Mundo y la vida humana estaban gobernados por el Azar. Esta idea se personificó en una diosa caprichosa, mudable y, con frecuencia, ciega, que los griegos llamaron Tique (Týche) y los romanos, Fortuna.
Imagen: La Fortuna, escultura romana imperial, Museo Chiaramonti, Ciudad del Vaticano
La dualidad entre el “sino”, la predestinación, y la “suerte” sigue vigente aún hoy, no solo en debates filosóficos, científicos y teológicos, sino también en hábitos sociales como el horóscopo, la quiromancia, el tarot, la lotería, los juegos de azar, etc.