Entre los relatos más antiguos sobre la creación de los seres humanos (= antropogonías), se encuentra cierta tradición cosmogónica órfica que centra los hechos en el llamado “huevo cósmico” del que surgirá Fanes (“el Aparecido”), creador del resto de dioses y, también, de una “raza de oro” de seres humanos (cf. infra §2). Pasadas las generaciones divinas, en la sexta nació Dioniso, hijo de Zeus y Perséfone (según esta versión, tradicionalmente es hijo de Zeus y la tebana Sémele (vid. Unidad 3.1 y cuadro genealógico nº 3 y nº 7), pero los Titanes, aunque habían sido vencidos por los Olímpicos (Unidad 2.1), atraparon a Dioniso y lo despedazaron, cocinaron sus carnes de varias formas y, finalmente, lo devoraron, dejando intacto solo el corazón, a partir de lo cual el niño divino será resucitado por Zeus, colocando el corazón en una escultura de yeso. Como bien ha analizado M. Detienne (1982), todo el proceso pervierte el sistema religioso tradicional, convirtiendo el acto del sacrificio en un crimen, como harán otros humanos que sacrifican y cocinan niños (cf. infra §2). Sea como sea, los Titanes son fulminados por Zeus y de sus cenizas surge la raza humana, cuya naturaleza ha heredado la parte negativa de los Titanes (Poesía órfica, fr. 318 = Plutarco, Sobre el comer carne 1.7).
Ovidio (Metamorfosis 1.156-162), inspirado por esta tradición órfica, inventará siglos después una raza de hombres surgida de la sangre de los Gigantes muertos tras la lucha con los Olímpicos, situando esta nueva estirpe después de la Edad de Hierro (cf. infra §2). Y dentro de esta creación de mitos sobre la naturaleza humana Platón compuso su “mito del andrógino”, según el cual al principio los seres humanos tenían una forma extraña: un cuerpo doble, pegado espalda con espalda, con 4 brazos, 4 piernas, 2 cabezas, 2 órganos sexuales… De estos seres había 3 tipos: unos eran hombre-hombre, otros mujer-mujer y otros andróginos, es decir, hombre-mujer. Pero, como intentaron rebelarse contra los dioses como los Gigantes (Unidad 2.1), Zeus los escindió con su rayo.
Así, pues, una vez que fue seccionada en dos la forma original, añorando cada uno su propia mitad se juntaba con ella y rodeándose con las manos y entrelazándose unos con otros, deseosos de unirse en una sola naturaleza, morían de hambre y de absoluta inacción, por no querer hacer nada separados unos de otros.
Platón, Banquete 191a-b
De esta manera explicó Platón los diferentes tipos de amor (éros). Ovidio, invirtiendo los términos platónicos, contó el mito de Hermafrodito: joven hermosísimo, hijo de Hermes y de Afrodita, de quien se enamora la ninfa Sálmacis y, atrapándolo mientras bebía en una fuente, pide a los dioses que fundan sus cuerpos en uno para siempre, “de modo que no puede ser llamado ni mujer ni joven y no parece ni uno ni otro y parece uno y otro” (Ovidio, Metamorfosis 4.377-379), y así es, efectivamente, representado (fig. 1). Ovidio aprovecha un aspecto típico de las Ninfas en el mito: su avidez sexual y el rapto de jovencitos, como ocurrió también a Hilas durante el viaje de los Argonautas (Unidad 4.1).
En otros casos los seres humanos son creados a partir de árboles y piedras, como ya alude Homero (Odisea 19.163) y se repite posteriormente en los hombres nacidos de fresnos durante la Edad de Bronce (cf. infra §2), lo que ha despertado interpretaciones racionalistas como la siguiente:
Entre otras muchas insensateces que se han dicho también se cuenta lo de que la primera raza de los hombres nació de los fresnos. A mí me parece inviable que surjan hombres de maderos. Ahora bien, hubo un tal Fresno y fresnos se llamaron los que nacieron de él, igual que los helenos reciben su nombre de Helén y los jonios de Ión. Pero aquella raza se extinguió por completo, y de hecho también su nombre desapareció. Razas de hierro y de bronce nunca las hubo, sino que aquello fue un desvarío.
Paléfato, Historias increíbles 35
Otros relatos, en cambio, se centran en el surgimiento de seres humanos concretos en circunstancias especiales que se reflejan en su propia naturaleza (física y moral). Así, pues, son muy numerosos los autóctonos, es decir, los hombres nacidos directamente de la tierra (autó-chthones), quienes se convierten en los primeros habitantes de un lugar y, en la mayoría de los casos, dan su nombre a esa región (= eponimia). Así, pues, autóctonos son Ógiges en Beocia, Cres en Creta, Macedón en Macedonia o Pelasgo en Arcadia. También la tradición legendaria ateniense hacer remontar sus orígenes a un autóctono: Cécrope, en otras versiones Erecteo, sería el primer hombre del Ática y, por tanto, forma parte esencial de su historia, siendo uno de los jueces que otorgaron el patronazgo del Ática a la diosa Atenea en lugar de a Poseidón (Unidades 3.1 y 3.2). A pesar de su naturaleza híbrida humano-serpiente (fig. 2), Cécrope representa la filantropía de los autóctonos y se le atribuye la invención de las casas, los enterramientos de los muertos o el censo. A la estirpe de Cécrope pertenece Erictonio (cuadro genealógico nº 8), autóctono e híbrido también él, pero engendrado de diferente manera:
Atenea se presentó ante Hefesto para que le fabricase armas, pero él, que había sido abandonado por Afrodita, se enamoró de aquella y empezó a perseguirla. Aunque Atenea huyó, él, con gran dificultad (por su cojera) consiguió acercarse e intentó poseerla. Atenea, que era casta y virgen, no cedió, y Hefesto eyaculó en la pierna de la diosa, quien, asqueada, limpió el semen con lana y lo arrojó a la tierra. Cuando huía, del semen caído al suelo nació Erictonio. Atenea lo crió a escondidas de los demás dioses con deseo de hacerlo inmortal. Lo puso en una cesta y se lo encomendó a Pándroso, hija de Cécrope, prohibiéndole abrirla.
Apolodoro, Biblioteca, 3.14,6
Sin embargo, como cabe esperar, las hermanas de Pándroso, Herse y Aglauro, abrieron la cesta y, al contemplar al niño-serpiente, enloquecieron y se precipitaron desde la Acrópolis, celebrándose en su honor la procesión de las arréforas, “las portadoras de los cestos”. Erictonio es, por tanto, el primer hombre nacido de la tierra de Atenas y aparece en numerosas representaciones cerámicas y en interpretaciones posteriores (fig. 2-3-4-5).
Al igual que los Gigantes o las Ninfas (Unidad 2.1), de la tierra surgieron también algunos colectivos de hombres guerreros. Así, de los dientes de la serpiente (drákon) hija de Ares que Cadmo sembró por consejo de Atenea crecieron los llamados Espartos, es decir, “los Sembrados” (Spartoí < speírō “sembrar”). Estos, como otros hijos de la tierra, eran impulsivos y belicosos, por lo que se mataron entre ellos cuando Cadmo, aconsejado por Atenea, les arrojó una piedra. Solo quedaron algunos supervivientes que forman parte de la dinastía ancestral de Tebas (cuadro genealógico nº 7). La muerte de la serpiente ha sido muy representada en el arte (fig. 6) , con una evolución iconográfica significativa que reinterpreta al monstruo como un dragón (fig. 7-8). Pero Cadmo no sembró todos los dientes de la serpiente, sino que algunos de ellos fueron entregados por Atenea al rey Eetes y los Espartos reaparecen en la saga de los Argonautas (Unidad 4.1). Ambas apariciones de los Espartos han sido muy representadas en el arte, con reinterpretaciones y racionalizaciones de todo tipo (fig. 7-8), destacando la escena de la película Jasón y los Argonautas (dir. Don Chaffey, 1963), donde los Espartos aparecen imaginados como esqueletos (fig. 9).
Otros colectivos belicosos nacidos de la tierra son los Curetes del monte Ida (Creta), que protegieron a Zeus y a Dioniso en su niñez; los Dáctilos, magos y artesanos, hijos de Rea, otra de las personificaciones de la Tierra Madre, o los terribles Telquines, seres marinos y metalúrgicos nacidos de Gea.
La tierra es, por tanto, generadora de hombres y unos animales tan terrestres como las hormigas sirvieron también para crear autóctonos que repoblaran la isla de Egina cuando allí transportó Zeus a su amada.
Pero el padre de hombres y de dioses a cuantas hormigas había dentro de la encantadora isla, las hizo hombres y mujeres de profundo talle. Fueron estos los primeros que uncieron naves de cóncavos costados y los primeros que hicieron de las velas unas alas de la velera nave.
Hesíodo, Catálogo de las mujeres, fr. 205
Estos hombres-hormiga están relacionados por falsa etimología con los habitantes de Tesalia y con los Mirmídones (Myrmidónes < mýrmex = “hormiga”), que forman parte del ejército de Aquiles en Troya (Unidad 4.3).
Pero no solo la tierra es capaz de generar primeros pobladores, sino que también lo hacen los dioses-río. Así, por ejemplo, el más célebre de los ríos que engendra humanos es Ínaco, en la Argólide, que a través de sus hijos Foroneo e Ío configura la saga de héroes argivos y tebanos (cuadros genealógicos nº 6 y 10), y también deriva del dios-río Asopo la saga de los Eácidas, a la que pertenecen Peleo, Aquiles o Áyax (cuadro genealógico nº 13), a partir de Egina, hija del río, y amada de Zeus, que dio lugar a la metamorfosis de las hormigas antes comentada.
Tales son, por tanto, algunos de los mitos griegos sobre el origen de los seres humanos, relatos que, principalmente, se centran en la autoctonía y en la conexión de los primeros hombres con su patria. De hecho, también Platón (Protágoras 320d) habla de que los dioses crearon a los seres humanos dentro de la tierra mezclando tierra con fuego y, a partir de época romana (Ovidio, Metamorfosis 1.76-88, Higino, Fábulas 142, Pausanias, Descripción de Grecia 10.4,4, Luciano, Diálogo de los dioses 1), fue el Titán Prometeo (cf. infra §3) el primero en modelar seres humanos de barro a los que Atenea insufló alma, tradición sospechosamente similar a la judeocristiana que ha dado lugar, sin embargo, a interesantes reinterpretaciones del mito como Frankenstein o el moderno Prometeo de M.W. Shelley (1818). El arte clásico se hizo eco de esta versión y la representación de Prometeo creando seres humanos es frecuente en sarcófagos romanos de mármol, como el conservado en el Museo del Prado (fig. 10), y el tema, en general, fue muy recurrente en el Romanticismo (fig. 11-12).
Estas y otras versiones clásicas sobre el origen de los seres humanos no dejan de ser, en su mayoría, visiones concretas, sectarias o creadas a propósito para un determinado fin, pues el pensamiento griego se dedicó más a analizar la evolución de la Humanidad que sus orígenes.
Y es que lo que hay en nosotros de irracional, desordenado y violento, de no divino e incluso de demónico, los antiguos lo llamaron “Titanes”, es decir, “que son castigados y pagan condena".