Durante la Antigüedad los mitos aportaron argumentos a los distintos géneros de la literatura griega y, en especial, a los de la poesía. Los temas, personajes y expresiones de la épica sirvieron de inspiración a las composiciones líricas, que se cantaban en las ceremonias dedicadas a los dioses, en las bodas y en los banquetes. Safo de Mitilene (VII a.C.) describe así la llegada a Troya de Héctor con su novia, Andrómaca, y la dote (fr. 41).
Teócrito (ca. 310-260 a.C.) compuso una bella canción de bodas (“himeneo”) para Helena y Menelao, una de cuyas estrofas finales dice (Idilio, 18, 50 ss.)
Estos felices augurios se truncaron cuando Paris llegó a Esparta. Alceo de Mitilene, contemporáneo de Safo, rememora el suceso desencadenante de la Guerra y sus funestas consecuencias (16. “Paris y Helena").
Píndaro (ca. 518-437 a.C.), por su parte, marca distancias con los que llama “homéridas”, los malos poetas que difundían una falsa imagen de la divinidad. Desacredita, por ejemplo, a quienes contaban que Tántalo mató a su hijo Pélope y lo sirvió cocinado a los dioses (Unidad 2.2), diciendo: “Sí es verdad que hay muchas maravillas, pero a veces también / el rumor de los mortales va más allá del verídico relato:/ engañan por entero las fábulas tejidas de variopintas mentiras” (Olímpica 1, 27-29). En consecuencia, en sus Odas despoja a las divinidades de defectos humanos y combina los motivos mitológicos con sentencias y reflexiones moralizantes. Así lo hace en los primeros versos de la Pítica V, dedicada a Arcesilao de Cirene, vencedor en la carrera de cuadrigas de los Juegos Píticos.
Héctor y sus compañeros traen de Tebas la santa
y de la bella corriente del Placia, en sus naves, que surcan
el mar salobre, a la tierna Andrómaca, de ojos oscuros;
y brazaletes de oro, muchos, y mantos de púrpura
que el viento revuelve, prendas de fina labor, e incontables
copas de plata para beber, y muchos marfiles.
Pero, sin duda, la más compleja incorporación literaria de los mitos se realizaba en los escenarios teatrales, donde las peripecias de los héroes y heroínas no se narraban, sino que se representaban, esto es, se hacían presentes y visibles. El teatro era un espectáculo solemne, organizado por las ciudades bajo el patronazgo del dios Dioniso, donde todas las artes estaban al servicio de la “ilusión” dramática: la palabra cantada y recitada, la música, la danza y la mímica, la escenografía, el vestuario y las luces. En el siglo V a.C. los tres grandes trágicos atenienses – Esquilo, Sófocles y Eurípides- ampliaron el repertorio de temas mítico-literarios del drama con las leyendas tebanas, sobre los Argonautas y Heracles, así como con sucesos de la materia troyana no tratados por Homero.
Estos asuntos eran sobradamente conocidos por los espectadores, por lo cual, para ganarse su aplauso y el triunfo en los concursos teatrales, los autores procuraban introducir novedades tanto formales como en el desarrollo de la trama y la caracterización de los personajes. Al respecto, resulta ilustrativo el distinto tratamiento otorgado por parte de los tres dramaturgos atenienses a la figura de Electra, la hija del rey Agamenón y de Clitemnestra, que ayuda a su hermano Orestes a dar muerte a su madre, para vengar a su padre: la muchacha piadosa y débil de Esquilo (Coéforos), es rebelde, decidida y vengativa en la Electra de Sófocles, mientras que en la obra homónima de Eurípides se comporta como una mujer resentida y violenta
Por otro lado, en la ficción teatral los viejos relatos se actualizaban en el sentido de que ofrecían un contexto anacrónico donde reflexionar sobre problemas contemporáneos y sobre cuestiones como los conflictos entre los deberes religiosos y las razones de Estado, (la Antígona de Sófocles), entre la piedad materno-filial y el respeto al patriarcado (la Orestíada de Esquilo), entre la pasión y la razón (la Medea de Eurípides) y entre los actos humanos y el Destino ineludible (Edipo rey, de Sófocles).
Respecto a los géneros de la prosa, a lo ya comentado sobre la filosofía, la historiografía, la retórica y la mitografía (Unidad 1.1), se puede añadir el testimonio de un geógrafo, Estrabón (I a.C.), quien considera incontestable la autoridad de Homero, hasta el punto de nombrarlo “fundador de la Geografía”. Estrabón ubica en el mapa los periplos de los Argonautas y Odiseo, y a personajes legendarios, como las Amazonas (Unidad 4.1;4.3). Al igual que Heródoto (4.110-115), acepta la existencia de un pueblo de mujeres guerreras, así como el retrato de sus costumbres ofrecido por los mitos, si bien, para otorgar verosimilitud al relato, precisa su localización (Geografía, 11. 5, 1).
Y turbó el corazón de Helena de Argos
dentro del pecho, y loca por el hombre
de Troya, ella por mar al falso huésped
acompañó en la nave,
dejando en casa a su hija abandonada
y el abrigado lecho de su esposo,
y es que su corazón la convenció
de que al amor cediera,
(...)
Y dieron en el polvo muchos carros
y muchos combatientes de ojos negros
fueron pisoteados, y al estrago
Aquiles se entregaba
“¡Salve, oh novia! ¡Salve, yerno de buen suegro! Que Leto, que Leto, criadora de niños, os otorgue buena descendencia; que Cipris, que la diosa Cipris os conceda mutuo amor por igual; que Zeus, que Zeus Crónida os dé dicha sin fin, para que pase de nobles padres a hijos también nobles”.
La riqueza es muy poderosa,
cuando mezclada con la pura virtud
y dada por el Destino,
un hombre mortal consigo la lleva
cual muy amable compañera
Algunos afirman que ellas viven a lado de los gargareos, en los montes de la vertiente septentrional del Cáucaso llamados Ceronios. Pasan la mayor parte del tiempo solas, laborando ellas mismas la agricultura y la cría de caballos, y las más fuertes se consagran a la caza y hacen la guerra. Todas tienen el pecho derecho quemado para valerse del brazo diestro sin impedimentos, principalmente, para disparar la lanza. También utilizan arco, armadura y escudos, y fabrican sus cascos, cinturones y vestidos con las pieles de los animales salvajes. Reservan dos meses al año, en primavera, para subir al monte que las separa de los gargareos. Ellos también suben, según una vieja costumbre, celebran juntos un sacrificio y se unen para procrear; y, cuando quedan embarazadas, se despiden. Las que paren una niña, la conservan, mientras que a los niños se los llevan a los gargareos para que ellos los críen (trad. M. Alganza Roldán).