En general, la jugabilidad debe perseguir el llamado flujo, un estado ideal en el que los jugadores están completamente absortos en el juego, experimentando un equilibrio perfecto entre sus habilidades y los desafíos a los que se enfrentan. Para ello, se deben combinar estos componentes:
- Control: La jugabilidad depende en gran medida de cómo quienes juegan interactúan con el juego. Los controles deben ser responsivos, precisos y adaptarse al contexto del juego. Por ejemplo, en juegos de acción como Doom Eternal, la fluidez de los controles es esencial para mantener el ritmo.
- Desafío: El equilibrio entre dificultad y accesibilidad es crucial. Un juego demasiado fácil puede aburrir, mientras que uno excesivamente difícil puede frustrar a los jugadores. Para ello, es recomendable ajustar un buen escalado de dificultad, en el que el reto crezca con el progreso del jugador. También es buena idea permitir que los jugadores elijan su nivel de dificultad y adaptar el desafío que plantea el juego según ese nivel.
- Inmersión: La jugabilidad debe permitir al jugador sumergirse en el mundo del juego. Esto puede lograrse mediante mecánicas bien integradas, una narrativa convincente, gráficos atractivos o una atmósfera bien lograda. Se pretende provocar emociones (tensión en un juego de terror, interés en juegos con fuerte narrativa, etc.).
- Rejugabilidad: Un juego con alta rejugabilidad ofrece valor continuo. Esto puede lograrse mediante:
- Caminos Alternativos: Historias ramificadas o elecciones significativas.
- Contenido Generado por el Usuario: Modos de creación o personalización.
- Desafíos Secundarios: Como modos de tiempo o límites autoimpuestos.